El pasado mes de agosto, el ballet Mariinsky de San Petersburgo visitó el escenario del Covent Garden para deleitar al devoto público inglés con sus últimas producciones. No me consideraba yo muy fan del estilo ruso pues, como me pasa con la cocina, prefiero el francés, pero Olga Smirnova, esa bailarina rusa de 21 años, hizo que cambiara de opinión. Disfrutamos de un magnífico ballet neoclásico, Jewels, en el que la Smirnova bailaba el papel principal de los Diamantes con música de Tchaikovsky. Una delicia.
El edificio del teatro Covent Garden, la Royal Opera House, fue restaurado a finales de los noventa. El edificio adyacente, conocido como Floral Hall, que se construyó en 1860 para albergar precisamente un mercado de flores, ese que se muestra en la película My fair lady, donde Eliza Doolittle vende sus ramilletes y tiene la suerte —o la desgracia, según se mire— de conocer al profesor Higgins, ha experimentado una maravillosa transformación de la mano de Paul Hamlyn. Se trata de una galería de estructura férrea y cristal, comunicada ahora con el teatro donde los espectadores pueden cenar o tomarse un reconstituyente si se han atrevido a disfrutar de alguna ópera de Wagner.
Ahora, en el centro de la galería, hay una barra ovalada de espejo donde se puede tomar cualquier cosa. En el primer descanso, la copa de champagne rosado Ruinart, afrutada y sutil, es obligada, forma parte de mi ritual balletístico. El champagne Ruinart, elaborado con uva Chardonnay, se recoge en los campos de Reims. La bodega ha tenido tradicionalmente relación con las artes y hoy está presente en muchas de las grandes exposiciones de arte contemporáneo. Es una verdadera maravilla poder disfrutarlo también en el Covent Garden.
Mientras contemplábamos a los balletómanos que tenían butaca en el paraíso, sentados en taburetes encuadrados en una urna de cristal que casi tocaba el techo de la galería, sonó la señal que nos invitaba a regresar al patio de butacas. No habíamos terminado la copa, pero la reservaron con nuestro nombre en un cartelito, «Mr. Clayton», en un extremo de la barra.
Pudimos recuperar nuestra copa en el segundo descanso y recogimos en la barra nuestra supper tray. Se trata de una bandeja de roble con dos asas, diseñada por David Mellor, que se ha convertido en un must para los asiduos a la ROH. Yo tomé una tarta de setas con trufa, un roast beef con salsa de parmesano y un trifle, ese típico postre anglosajón que combina una fina capa de bizcocho con frutas, nata —o custard— y algún licor. Delicioso.
Para que la experiencia fuera completa, convencí a mi acompañante de que fuéramos a la salida de artistas, que está justo enfrente de la puerta principal del Royal Ballet School. Había poca gente, pero varias cámaras. Lo comprendí cuando salió Serguei Filin, el director de la compañía rusa, que había sido víctima de un ataque con ácido meses antes y ahora se enfrentaba a la noche londinense con unas gafas de sol inmensas. La espera tuvo su fruto. De repente, salió la ex bailarina americana Merrill Ashley, musa del coreógrafo ruso George Balanchine, a la que yo idolatro. Nadie se dio cuenta de que era ella, pero yo salí como una exhalación a su encuentro y la felicité por el trabajo que estaba realizando con la compañía rusa. Justa recompensa. Mis inquietudes gastronómicas y artísticas habían quedado saciadas aquella noche.
Covadonga de Quintana
Editorial Tejuelo
Publicado por Covadonga de Quintana | 28 de febrero de 2014
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