Por fin el premio. No sé si el más merecido, pero desde hace mucho tiempo sí. Alguien repara por fin en el cocinero Carlos Torres que, junto con su mujer Elisa, llevan años regalando inolvidables ratos a madrileños y foráneos en su personal restaurante de la calle Conde de Xiquena, nutriendo nuestro subconsciente de recuerdos indelebles al paladar.
Metrópoli reconocía anteayer su trabajo premiando su buen hacer como Mejor Cocinero en Progresión. Yo no sé si es progresión exactamente lo que de Carlos diría, aunque indudablemente evoluciona, como todo lo que en la vida merece la pena. Y aunque tampoco sé cuáles han sido los criterios de este prestigioso medio, lo que sí me consta es del ojo certero de Carlos en la elección de la materia prima, siempre en búsqueda de la excelencia, del productor de productores, del Producto –con mayúscula- entre productos; el mimo con el que lo trata, tocante a la veneración; el equilibrio de la carta, breve al tiempo que suculenta; su respeto a los dictados de la estacionalidad de la madre Tierra o su sensibilidad innata para elaborar platos actuales sin caer en la estridencia o en las tendencias de copistería, son a mi juicio características merecedoras de este premio, aunque no todas.
La convicción por su trabajo es otra. Pero no pretendo hacer aquí una crítica gastronómica que no me compete. Pretendo solo celebrar la elección de Metrópoli y unirme al aplauso sincero que los amigos de La Buena Vida hace tiempo que esperábamos tener oportunidad de dar.
En La Buena Vida el comensal no se distrae con aditamentos ni florituras de última tendencia porque es un local parco, parco en decoración o aditamentos. Tenuemente iluminado sus paredes azul oscuro contribuyen a que nada le distraiga a uno del motivo que allí le lleva: el buen comer.
Sin la fama de otros cocineros de renombre, Carlos y Elisa me han dado los mejores momentos culinarios de la última década, o quizá más, seguramente.
Fue por casualidad que llegué la primera vez buscando Casa Colino, la antigua casa de comidas que antaño ocupara el local. Y la decepción fue precisamente el regalo. Porque aquel bacalao negro con sus encurtidos orientales me hizo rehén de esas paredes casi desnudas –aunque hoy, a mi pesar, la receta se haya incorporado a la carta con ligeras modificaciones -. Le siguieron los oricios –al natural y cocido- con huevo de codorniz escalfado, algas y dashi caliente combinado en perfectas proporciones y juego de texturas; el muslito de grouse y otras aves como la cerceta o la becada; la raya a la mantequilla negra, el intenso olor de la trufa blanca, generosa, sobre un finísimo puré de patata y huevo de pollita escalfado; la sorpresa del pulpo con leche condensada un punto picantito….
Tantos y tantos sabores, productos, combinaciones, texturas….Tantos y tan buenos momentos, efímeros, como recuerdos ya indelebles. Quizá entre ellos uno de los más imborrables –el momento y el recuerdo- me lo proporcionara la experiencia del estallido en la boca, por vez primera, de los guisantes lágrima, el “caviar verde” que reciben en temporada directamente desde lo más mimado de Guetaria; no es un recurso facilón, es que en verdad poco faltó para hacer casi saltar las mías.
Porque Carlos maneja las carnes con igual destreza que los pescados o la verdura. Los vinos los maneja Elisa, también con profesionalidad y fundamento. Y en cuestión de postres… ¿qué les va a decir alguien que prefiere cerrar la mesa con una última copa de buen vino antes que con un dulce? Pues lo único que puedo: que raro es el día que salgo de allí sin caer en la tentación….En la tentación de disfrutar de la buena vida. ¡Enhorabuena!
Ainhoa del Carre, febrero de 2015.
Editorial Tejuelo.
Publicado por Ainhoa del Carre | 25 de febrero de 2015
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