Decía hace unos días que me encantan los productos de temporada; y al igual que la trufa melanospórum que la tierra nos regala en España desde principios de noviembre a mediados de marzo, lo mismo el mar nos obsequia en esos mismos meses con una de sus muchísimas joyas acuáticas, una minúscula pero incansable viajera: la angula.
Nos cuenta Javier Sousa (restaurante el Puerto casa Seín, en Bustio –Asturias-) que las angulas llegan a nuestras costas agrupadas en pelotas tras tres años de largo viaje desde el mar de los Sargazos, buscando la entrada del río “natal” en que vivieron sus madres, las anguilas, antes de echarse a la mar a desovar en otras lejanas latitudes. Y que en las noches del más crudo invierno es cuando el pescador de angula, en busca de tan preciado manjar, se ha de meter en el agua soportando los rigores del invierno con las altas botas de pescador y armado de un cedazo y un candil, allá justo en la desembocadura del río, dónde las olas del mar engullen el agua dulce para confundirlas para siempre en su inmensidad.
Puede pasar toda la noche en el agua soportando lluvias, viento y granizos –precisamente las noches más propicias- para pescar sólo unos pocos gramos; actividad totalmente artesanal, rudimentaria, que unido a lo trabajoso de las labores de limpieza posteriores hacen que su precio en el mercado de abastos sea irremediablemente caro; ahora lo entenderán... Pero hay noches que la mar no permite a ser humano alguno con un mínimo de sentido común ofrecer su vida al reino de Neptuno. Así, el precio de la angula fluctúa día a día dependiendo de la cantidad que se haya podido extraer mediante el rudimentario sistema de engañarlas con la sombra de la linterna, de que la bravura del mar permita salir por ellas en días posteriores y este delicado producto, que aguanta en estado adecuado para su consumo unos seis, días va irremediablemente subiendo de precio si la tempestad no remite; natural ley de la oferta y la demanda.
Y para complicar la trama de esta historia, apareció hace años en escena otro elemento que vino a incrementar más su precio; hace alrededor de una década que la mayor parte de la extracción la compraban en origen empresas japonesas – primer consumidor mundial de pescado, al que sigue nuestro país- para llevarlas vivas al archipiélago nipón y tras un periodo de engorde convertirlas en anguila. Así su precio, ya de por sí elevado, se vio exponencialmente disparado durante unos años haciendo de su consumo local no solamente algo imposible a la mayoría de los bolsillos sino incluso, y permítanme, una frivolidad.
Pero por fortuna para los sibaritas paladares patrios la Comunidad Europea vino a poner orden marcando límites a esta práctica comercial, acordando en 2010 la suspensión de la exportación más allá de las fronteras europeas, de modo que su venta al exterior para engorde se limita hoy en día, básicamente, a Holanda y Dinamarca, donde tiene gran arraigo el consumo de anguila (ahumada, por lo general… ¡qué desperdicio!). Su precio desde entonces se ha moderado y aunque continúa siendo un plato “de lujo”, según qué día y qué bolsillo podemos hoy de nuevo volver a disfrutar en España de la rasposa suavidad de este pececillo, que recorre más de 5.000 kilómetros por el océano para llegar a nuestras aguas cantábricas –y aunque en menor medida en algún punto del Mediterráneo también- y acabar deleitándonos con su textura y sabor acompañada de un poco de ajito y de guindilla en la consabida cazuela de barro…Ya lo saben, si tienen oportunidad: no lo duden ¡que se acaba la temporada ya!.
Ainhoa del Carre.
Editorial Tejuelo
Publicado por Ainhoa del Carre | 24 de febrero de 2014
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