Mis días en Uruguay III

Pensamientos gastronómicos
Lecturas y productos gastronómicos que ponen a funcionar nuestras neuronas

Pensamientos gastronómicos

Publicado por | 16 de diciembre de 2013
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Mis días en Uruguay III
Estábamos en un lugar sin nada. Sin nada más que las estrellas, los sonidos y el buen vino en nueva compañía. Sonidos del oleaje en la noche, del viento de la tarde, de chisporrotear de fuego, de las aves exóticas y desconocidas a cuyo particular paraíso habíamos ido a parar.

Nos dieron recado de que al caer  la noche José nos esperaría para ir a cenar a un cercano lugar, propuesta que aceptamos sin dudar dispuestos como estábamos a dejarnos llevar. Tras un breve paseo por Playa Mansa con las últimas luces del día diluyéndose sobre el mar, ese mar que por doquier escupía cromáticas y barrocas algas, restos de mejillones o traslúcidos huevos de caracola ya vacíos, la noche fue haciéndose fría. Entendí entonces porqué, pese al calor de la tarde, al acompañarnos a la habitación a nuestra llegada y reparar en la chimenea de la habitación nos habían ofrecido leña para encenderla.   

Al conocer a quien en los días siguientes haría de atento anfitrión tuve la certeza de que entablaríamos una rápida amistad. José Seco, dueño del madrileño y ya clásico local El Viajero situado junto a la castiza plaza de la Cebada, nos condujo hasta el restaurante La Olada invitándonos a compartir mesa con él.

En la zona llamada La Juanita, a menos de un kilómetro del hotel y bajo un cielo ya repleto de estrellas entrábamos en un rústico pero cuidado jardín, tenue y cálidamente iluminado por velas insertas en unas bolsas de papel de estraza con arena, en el que bajo un ligero techo de cañizo se disponían sin mantel unas cuantas mesas de madera maciza. El ambiente era distendido, acogedor y tranquilo y pese a lo fresco de la noche optamos sin duda por quedarnos allí descartando las mesas del interior. El cordero glaseado acompañado de puré de boniato dulcemente especiado estaba espléndido y de él no quedó ni su recuerdo en el plato. La tranquila y sencilla amabilidad de los camareros y su alegre acento local sin duda colaboraron; la conversación fácil, desenfadada, vital, franca, relativista al tiempo que optimista de nuestro nuevo compañero y su amplia sonrisa hicieron todo lo demás. Sin duda por eso cuando los goterones amenazantes de un chaparrón inminente nos hicieron meternos precipitadamente en el local para seguir con el flan de dulce de leche –inmejorable- aún tuvimos ganas de salir de nuevo, pasado el temporal, al frío de la noche atenuado por el calor del fuego de la chimenea exterior a seguir disfrutando en torno a un segundo Syrah de Lucca.

Un catálogo de curioso trinos nos despertaron al día siguiente justo a tiempo para la hora en que Clo nos había indicado como más conveniente para bajar a desayunar. En las destartaladas mesas dispersas por todo el porche y confundidas entre las sombras de la techumbre vegetal, nos dispusieron con cariño todo lo preciso para disfrutar de un nuevo día con un buen desayuno, esmero que se vio ligeramente desbaratado por nuestras particulares exigencias dietéticas. El zumo de naranja recién exprimido, suculentos panecillos recién horneados o la sugerente mermelada púrpura volvían a ser preludio de algo mejor; y así, no habíamos hecho más que empezar cuando justo a mi espalada y casi al alcance de mi mano, nos daba los buenos días un colibrí que batía las alas en quieto equilibrio mientras introducía el pico en una gran flor roja que colgaba de algún lado.

 Entre lectura y lectura discurrió calma la mañana solo interrumpidas por alegre conversación con Clo, ora al sol junto a la piscina ora en un rústico sillón de madera y mullido almohadón a la sombra al pie de la baranda.

Uruguay es sencillez. La sosegada amabilidad de las gentes con que vamos tropezando en el camino nos hacen no querer seguir y quedarte aquí, en este lugar desde el que de lejos, solo si miras, se vislumbra la mole urbana de Punta del Este. La calma de Posada Paradiso y las promesas culinarias de Clo Dimet con la cena india que se propone prepararnos para la noche nos retienen aquí, disfrutando de la brisa y su quietud, pese a la cercana expectativa de la Playa Brava en la que, a poco más de 200 metros y al contrario que su contraria Playa Mansa, me tientan el baño de olas. Pero venciendo la relajación saldremos de este oasis de quietud para recorrer la diminuta localidad de Jose Ignacio, con su plaza, su faro, y sus variadas y siempre cuidadas casas enfrentadas al viento del sur y, alcanzando el inmenso arenal, seguir regalando experiencias culinarias a nuestros sentidos en La Huella.

Este establecimiento, en perfecta armonía entre chiringuito de playa todo en madera rústica magistralmente integrado y respetuoso con su entorno, y sofisticado restaurante de cocina internacional pasa por estar entre los veinte mejores restaurantes de América del Sur. Pese a su tamaño bien disimulado  y los pocos veraneantes que en teoría aun había, el local hacía gala de su fama y no fue fácil localizar una mesa al borde de la arena, por lo que tuvimos que conformarnos con una pequeña mesa en el centro del porche principal en el que en alegre ambiente veraniego se daba desenfadada cita toda la sociedad del lugar compartiéndolo con gentes de paso de diversas procedencias cuyas lenguas manejaban los mozos con facilidad.

Los spaghetti con almejas, limón y menta; el ceviche de corvina, los mejillones provenzal o la sopa fría de remolacha compartían carta no solo con referencias más tradicionales como los chipirones a la plancha con tomate y ajo confitado, el pejerrey frito o las rabas -aunque modernizadas con mahonesa de chiles-, sino con una suficientemente amplia carta de sushi.

Nos decantamos por el pescado del día para compartir –corvina blanca- y antes   pulpito como entrante, ambos a la plancha, así como por unas almejas a la marinera que nos sorprendieron por lo poco que tienen en común con las nuestras: con la concha nacarada y quebradiza en forma alargada, como de unos seis o siete centímetros, el contenido era igualmente blanquecino, abundante y carnoso aunque demasiado fuerte para mi gusto y de él salían largos tentaculitos de color coral. Nada que ver con nuestras almejas pero una experiencia nueva en todo caso para nuestro particular repertorio culinario. La comida concluyó tarde con una infusión de boldo que disfrutamos sin prisa ninguna bajo los rayos del sol y la brisa marina en los sofás ya liberados de tanta concurrencia.

Nos dispusimos pues a retornar a nuestro particular «paradiso» para retomar las abandonadas lecturas que habían quedado interrumpidas antes de comer, sin  objetivo más ambicioso que esperar la llegada de la noche con la prometida cena hindú.

Ainhoa del Carre
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