Mis días en Uruguay II

Pensamientos gastronómicos
Lecturas y productos gastronómicos que ponen a funcionar nuestras neuronas

Pensamientos gastronómicos

Publicado por | 12 de diciembre de 2013
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Mis días en Uruguay II
Habíamos salido del hotel Cottage en Carrasco, Montevideo, sin prisa pero sin pausa y un chófer previamente convenido con un utilitario algo más confortable de los «autos» hasta en los que entonces nos habíamos desplazado por la ciudad nos recibió con un «a su servicio» para dejarnos llevar hasta José Ignacio, unos kilómetros más allá de Punta del Este.

En verdad desconocíamos nuestro destino puesto que las prisas de las diarias obligaciones capitalinas nos habían impedido programar el viaje con tranquilidad y nos dejábamos llevar a donde la agencia con la que contratamos nos quiso ubicar. Solo sabíamos que era algo más recóndito, selecto y tranquilo que el bullicioso destino de Punta del Este que dejaríamos atrás, y que en él nos recibiría José, uno de los dueños del hotel, que nos tendría preparados planes para disfrutar allá.

A tan solo hora y media de nuestro destino final, el viaje fue fácil y sin tropiezos. Discurriendo por una cómoda autovía a nuestra derecha de vez en cuando se dejaba divisar la línea de mar, batiendo fuerte, en ocasiones tras alguna charca amplia cerca de mezclarse con el océano o al cruzar los puentes sobre alguno de los abundantes arroyos, que aquí, en España, tendríamos por río muy principal. Pese a la resistencia del conductor, bien instruido en llevarnos de nuestro destino de origen al final, algo más allá de la mitad del camino logré que nos desviáramos a la localidad de veraneo de Piriápolis. Allí, donde Santiago, un conocido nuestro español nonagenario emigrado a estas tierras allá por los años 40, nos había relatado días antes cuánto disfrutara los veranos junto al mar alojado con su familia en un convento en el que unas monjas disponían camas por todas partes a modo de albuergue para la época estival, haciendo que gente menos pudiente pudiera igualmente disfrutar; y así pasaban los meses de verano, preocupados solo de ir de la arena al agua,  de la cama a la mar.

Piriápolis era efectivamente un agradable lugar en el que rezumaban vientos de un verano que no acababa de llegar al inicio del mes de diciembre –principio de la estación en el hemisferio sur. La espaciosa playa y el esplendor todavía dormido del Hotel Argentino aún bien conservado dejaban escapar atisbos de tiempos mejores y promesas de los que están por llegar. Tras reincorporarnos a la carretera principal continuamos camino avanzando por el  departamento de Maldonado y con el apetito ya incipiente entrábamos hacia las dos del medio día en Punta del Este. Durante varios kilómetros magníficas casas se sucedían al borde de la carretera de estilo colonial unas, cubistas y conceptuales otras, inglesas con tejados de brezo, de sencilla madera sin tratar…; las había más humildes y más importantonas pero todas con un denominador común: el buen gusto cuidado de edificaciones y jardines. La actividad, allí por donde fuéramos, era de callada pero concienzuda laboriosidad para recibir a los huéspedes que en estos días comenzarán a llegar: se lijaban maderas, se nutrían puertas, pintaban fachadas, podaban setos….todo para recibir con cuidado a los veraneantes, esa afortunada especie humanade la  que solo ciertos pobladores del planeta nos podemos permitir formar parte, aunque unos con más capacidad de disfrute que otros. Punta del Este y sus alrededores se preparaban para recibir al visitante con la mejor de sus sonrisas.

Ya entrando en el centro de la población, siempre sin perder la línea de costa y con la isla Gorriti al alcance de la mano, ésta se tornaba cada vez más urbana y, diríamos, vulgar, lo que además le daba un aspecto más de ciudad huérfana y abandonada que de la joven preparándose para una fiesta que era el camino recién andado, pero el trayecto por sus entrañas fue en breve y, tras rebasar los dedos de Punta del Este del escultor chileno Mario Irarrázabal, alcanzando las afueras del otro lado de la cuidad el entorno volvió a convertirse en bonito y prometedor lugar. También cercano a las arenas de la inmensa playa de Brava un imponente hotel de mediados del S. XX en estilo Tudor hablaba del esplendor que da fama a este extremo de la República Oriental del Uruguay. Costeando llegamos en breve a La Barra y por fin nuestro destino para comer, la Posta del Cangrejo.

Pequeño hotel separado del mar por un pequeño jardín con tamarindos, la posta, casi vacía, se acicalaba también para recibir a sus inminentes huéspedes. En su afamado restorán y junto al gran ventanal abierto a la brisa y color de ese océano Atlántico que iba ya empezando a dejar atrás las aguas marronáceas del Río de la Plata, tuvimos oportunidad de disfrutar una simple ensalada verde en que la lechuga, tierna y sabrosa, destacaba por encima de cualquier otro vegetal y de unas miniaturas de pescado, plato común por estas tierras heredado de nuestras costumbres patrias y consistente en unos tacos rebozados en buen punto de fritura de uno de los principales pescados locales. A la mesa del Cangrejo, de marcado estilo mediterráneo en su arquitectura, decoración y menú, se han sentado personalidades de todo el mundo que se acercaron antes a disfrutar de la mesa y mantel de este afamado restorán.

Pocos kilómetros nos separaban ya de nuestro destino final, José Ignacio, kilómetros que recorrimos deleitándonos con los arenales blancos a un lado batidos por olas firmes y las cuidadas casas al otro, atalayas todas sobre el mar. Siendo cada una de estilo único y diferente, tenían aún en común el esmero de su mantenimiento y el buen gusto, por encima de todo, sin hacer ostentación. En una de las playas, el cuerpo varado de un lobo de mar dejaba testimonio de la cercana Isla de Lobos, con su alto faro uno de los puntos más meridionales del Uruguay y Reserva Natural.
 
Fue con la llegada a la Posada Paradiso cuando nuestro aire cambió.

Con su fachada en rojo pompeyano, cálida, alegre y con un aire ligeramente asilvestrado, la posada nos recibía acogedora entre sus viejas maderas pintadas en verde oscuro con una habitación parca en lujos. Blanca toda, sin ornato ninguno y exenta de televisión, teléfono, o cualquier otro elemento innecesario al alma, por su ventanal a la terraza de tablillas de madera  entraban libres la brisa y los rayos el sol de poniente. Fue la atmósfera perfecta, sin frío ni calor, para caer rendidos –y dirá el lector, igual que yo, «no sé de qué»- en una profunda siesta por más de dos horas o tres; esta costumbre tan nuestra no es sin embargo nada habitual en mí; de hecho no habrá sido, con mucho, más que la tercera o cuarta siesta de mi vida, pero algo había en el envolvente espíritu de la Posada que cada vez que la conciencia quería retornar a la realidad algo más fuerte me agarraba con firmeza al lado de los sueños activa e intensamente; de forma tan magnética aquella tierra empezaba a hacer mella en mí y desde esa tarde creo, firmemente, en los brazos de Morfeo… (¿Será algo físico y tangible el realismo mágico de la literatura sudamericana…?)

No recuerdo ya si a José y a Clo, sus actuales y recientísimos regentes, les conocimos antes o después; creo que fue después de ese paseo por lo onírico. Pero en todo caso su compañía nos hizo perder en los siguientes días la absoluta noción del tiempo y hasta de la realidad.

(Continuará). 

Ainhoa del Carre
Editorial Tejuelo
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