Mis días en Uruguay

Pensamientos gastronómicos
Lecturas y productos gastronómicos que ponen a funcionar nuestras neuronas

Pensamientos gastronómicos

Publicado por | 9 de diciembre de 2013
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Mis días en Uruguay
Así fueron nuestros días en el Uruguay. Si por algo he de definir a este pueblo que desde el primer momento nos acogió con calidez es por su amabilidad, su sencillez y por su alegría sin nada a cambio esperar. Nada más llegar a este país de poco más de tres millones de habitantes nos sentimos como en casa al ser recibidos desde el mismo aeropuerto por gentes de tranquilas pero alegres miradas y sonrisas faciles y desinteresadas.

Quizá saberse hijos de esas 50 familias de colonos canarios que un día, allá por 1.724, fundaran la ciudad de Montevideo desde el otro lado de un mismo océano les haga sernos tan cercanos. Ese océano que, aunque manchado de las aguas terrosas que arroja a raudales el inmenso Río de la Plata, bate con fuerza las playas que jalonan la capital, azulando según se recorre su costa hacia el norte, dirección al Brasil, y que regala a visitantes y autóctonos kilómetros de arenales blancos y vírgenes; no es de extrañar que a sus playas acuda cada verano lo más granado de la sociedad argentina e internacional.

Quizá sea la alegría del contacto humano en la solitud y limpieza de horizontes de la tierra gaucha, mixta de arbolado y jugosos pastos en la que los carteles de carreteras no solo indican la dirección a los pueblos sino, casi en la misma medida, a las escuelas de los departamentos a las que cada día acuden los niños de las distanciadas estancias de la región, la que haga al local tan dispuesto a departir y agradar al foráneo.

Y es que Uruguay tiene 4 cabezas de ganado vacuno por habitante  y casi la misma proporción de ganado ovino, lo que irremediablemente explica que el plato principal de la gastronomía local sea la parrilla que, en lo que al vacuno se refiere –principalmente de la desmochada raza Hereford-, en nada tiene que envidiar a la de sus vecinos argentinos del otro lado del imponente Río de la Plata. Sin entrar en controversias –tan poco diplomáticas como productivas por otra parte- sobre cuál de ellas es mejor, que el uruguayo disfruta de sus cosas con humildad y sencillez es un hecho y de ello da buena cuenta el Mercado del Puerto de Montevideo, testigo de excepción del desarrollo histórico de la ciudad. Precioso edificio construido en las últimas décadas del siglo XIX por el español Pedro Sáenz de Zumarán mezcla hoy en alegre bullicio a turistas y locales dispuestos a saborear todo el elenco de asados que las piezas del ganado de la tierra pueden ofrecer. Bajo la cubierta de hierro forjado y maderas nobles, que aunque aireada no deja escapar el omnipresente olor de las parrillas, la elección al turista hambriento no es sencilla: multitud de negocios con vivos fuegos bien alimentados a leña, abiertos a las calles interiores del mercado, se suceden uno tras otro exhibiendo suculentos costillares, picañas, tiras de asado, bife, vacío, chorizos, chinchulines, mollejas .… todo ello y mucho más dispuesto y bien ordenado en enormes parrillas de hierro.

En torno a un viejo y decimonónico reloj de madera en el centro del edificio -que podríamos decir miniatura del Big Ben- se distribuyen por toda su superficie los prometedores locales, unos más coquetos y más añejos otros, pero atractivos todos en plena exhibición de las suculentas viandas; y en el más arrinconado, en una esquina alegran, guitarras en mano y ajenos al resto de comensales, un grupo de sexagenarios montevideanos en animado y bien acompasado canto. Los pescados y otros productos de la mar tiene también aquí su presencia y no deja de llamar la atención la impronta española con pescados preparados a la vizcaína o “txipirones” a la plancha (así, con tx). Pero las dudas de las papilas gustativas activas y ya nerviosas, no acaban con la elección del mesón y el despiece con que tranquilizar al estómago: la variedad de bebidas locales que ofrece “el mozo” del negocio elegido vuelve a ser motivo de nuevas dudas: uvita, caña (destilado de la caña de azúcar producid desde antaño por los jesuitas en otros lugares de Améerica), grappa.... Optamos por un Tannat, vino tinto de la región que, aunque de uva originaria de Francia, ha alcanzado en los último tiempos una más que razonable calidad, no sin antes disfrutar como aperitivo del típico medio y medio, un bebedizo ligero de vino blanco según quien te lo sirva mitad vino dulce y mitad seco o mitad espumoso y mitad sidra; su mixtura, esta y otras, queda ya, al parecer, a la especialidad del local y de las que la más conocida es la de Roldós.

Y continuando con la afinidad con nuestra tierra patria llama mi atención el nombre del que fuera uno de los antiguos boliches: El perro que fuma. Y no solo por la peculiaridad y gracia innegable de su nombre, sino por ser el mismo que el de un buen restaurante de la zona moderna de Gijón (C/ Poeta Angel González 18). Pero dejaré para otro momento la indagación de la relación entre este viejo local de principios de siglo –del pasado siglo XX, quiero decir- con el del cuidado y más moderno de nuestra tierra astur.

Aunque las sabrosas empanadas uruguayas (empanadillas para los españoles) y los variadísimos y originales sándwiches completan las cartas, los chipirones a la plancha, calamares a la romana y la clásica picanha –«jugosa»- acompañada de una papas chafadas, con su piel, resultaron buena elección, almuerzo que terminamos sin postre pero, como no podía ser de otra manera, con un mate caliente, hierba que al igual que en otros países fronterizos y en diversas modalidades es uno de los productos más representativos de la región.

El café lo reservamos para el Café Brasileiro (Ituzangó 1447), uno de los de más solera de la ciudad nacido en 1877 de la necesidad comercial de dar salida a una sobreproducción de café del Brasil y donde hoy se siguen dando cita, en testigo recogido de tiempos anteriores, los intelectuales y escritores del lugar. Fue una verdadera pena no haber llegado un rato antes para haber compartido café o un grapamiel con el que a mi juicio, y su Libro de los Abrazos o Las venas abiertas de América Latina es el máximo exponente de la literatura uruguaya actual. Eduardo Galeano, según nos contó tras la barra el camarero con la amabilidad que caracteriza al habitante de Montevideo, acababa de abandonar el local, y nos tuvimos que conformar con el par de fotos y recortes de periódico que daban fe de su existencia en las paredes del café.

Así, con la ilusión de que otra vez será, tras un tranquilo paseo por las calles de la Cuidad Vieja y una animada cena tempranera en La Perdiz, punto mítico de encuentro de la parte más moderna de la cuidad a donde llegamos bajo un tremendo u creciente temporal, nos dispusimos a preparar nuesta partida hacia el norte, para rebasando Punta del Este alcanzar la tranquila y minúscula localidad de Jose Ignacio donde en la Posada Paradiso, haciendo honor a lo romántico de su nombre, nos esperarían nuestros mejores días en Uruguay.
 
  Ainhoa del Carre
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