Aunque no son los primeros en ofrecer platos con cultura de alimentación “eco”, sin embargo, la mayor parte de sus predecesores suelen ir asociados al vegetarianismo o filosofías más radicales o bien forman parte de espacios multifuncionales, siempre con el marchamo “eco-bio”. Pero hace diez días abría sus puertas en la castiza plaza de Olavide, en pleno barrio de Chamberí, el pequeño restaurante de Nacho Aparicio y los hermanos Yllera encabezados por David. Y lo inauguraron no solo con la ilusión del que emprende un nuevo empeño, sino con plena convicción.
En estos tiempos de crisis -que, efectivamente a mi juicio la calle delata que empieza a remitir-, abrir un nuevo local denota no solo la valentía de este joven equipo sino que evidencia también el empeño y conciencia que les impulsa. La crisis es para unos lugar donde encontrar un nicho y para otros, como para Mamá Campo, evidencia la razón y espíritu de su emprendimiento, la primigenia razón de lo uno y de lo otro.
¿Recuerdan ustedes mi artículo de hace unos meses titulado Somos lo que comemos? Pues este nuevo restaurante madrileño viene a dar razón de lo que en aquel se decía: cada vez somos más los que creemos que la alimentación no es solo una cuestión meramente de necesidad biológica o una cuestión social, de relación entre iguales; ni siquiera un elemento más de disfrute de la vida o una experiencia relativamente rápida en que activar nuestros sentidos gustativos, olfativos y visuales para ponerlos a trabajar coordinadamente y obtener unos gratos momentos de satisfacción multisensorial. La alimentación es, ante todo, esencia de nuestro ser y por ello ha de estar en coherencia y armonía con la naturaleza de la que proviene y a la que pertenecemos.
Mamá Campo es un restaurante ecológico. Todo lo que está en su carta –a excepción de un par de productos que por su naturaleza no pertenecen a esta clasificación legal, y así lo avisan- tiene un denominador común: el origen sin fertilizantes ni químicos desde el momento primero de su producción, desde el terreno donde se producen; responden todos a la etiqueta Eco de la C.E. La carta es corta, clara, sugerente. No vaya nadie a confundirlo con un restaurante vegetariano, porque no lo es. Las albóndigas de ternera son de carne proveniente de pasto ecológico asturiano; de la carrillera de cerdo con calabaza y frutas caramelizadas, a la altura de la de los más reconocidos restaurantes de este momento de boom culinario que vive nuestro país doy fe, por su categoría y buen fogón –que corre de la mano experta del cocinero Dani Larios, después de su paso por el Mercado de la Reina, o el londinense «Pirata Detapas» mencionado en la guía Michelín-; del salmorejo, aderezado con jamoncito del bueno ni rastro quedó en nuestra primera incursión... Y es que, como decía, somos hoy muchos los que pensamos que hemos de ser conscientes de que cuanto ingerimos acaba por dejar rastro en nuestra salud y nuestro carácter; incluso en nuestro comportamiento más inmediato. Por eso el azúcar es de caña, los vinos de cultivo ecológico –y aunque no extenso el repertorio sí es variado: Penedés, Villena, Rioja, etc-.
Y esa coherencia con el equilibrio entre lo que la madre Tierra nos da y lo que tomamos de ella se refleja también en su desenfadada pero cuidada decoración: Manolo Yllera ha plasmado a la perfección la filosofía de esta convicción ambientando el pequeño local con unas mesas de madera de roble que son lo primero que a uno le impulsan a activar la actividad sensorial, porque la suavidad de la madera, pulida, y los cantos matados de los bordes invitan a acariciarlas sin más, solo por comprobar y disfrutar de su suavidad; apliques de paja y arcilla a modo de nido de golondrina invertidos; lámparas como de nidos de gusanos de seda, de parejas de tejas viejas, sabias y añejas, pendidas de cuerda de rafia, o el gran árbol liofilizado rebosante de flores blancas con que Mamá Campo se ha sumado a dar la bienvenida a la primavera, son prueba de que el esfuerzo e lisión de este nuevo negocio no es una rebuscada idea comercial más, sino una convicción y convencimiento de que así ha de ser: la coherente convivencia entre el hombre y la Tierra; la responsabilidad entre el alma y la necesidad física de la ingesta; la sostenibilidad…
Y no por ello debemos estar menos agradecidos a los investigadores, productores e industriales que en su día hicieron posible el milagro de la alimentación global, salvando de plagas y carestía a comunidades enteras cuando allá por los años 60 se produjo la llamada «revolución verde», que fue capaz de alimentar a durante décadas a generaciones todas las culturas y salvar de la hambruna a pueblos enteros de casi todos los rincones del mundo. Pero cada uno es hijo de su tiempo y eso quedó atrás. Hoy, con un larguísimo repertorio de crecientes enfermedades catalogadas bajo el simple y común adjetivo de «raras», son otros los que les siguen y han tomado el testigo para conocer más de ellas, buscar su origen desencadenante y poder aportar toda una vida de investigación para paliarlas o evitarlas –¡ojalá!-; pero de una forma u otra y en mayor o menor medida todos acaban convergiendo en un punto: la alimentación, ese acto rutinario y vital que cada día lleva a cabo el ser humano, es elemento esencial de cuanto sucede dentro del organismo.
Mamá Campo (que además tiene a veinte metros su propia tienda del mismo nombre con productos ecológicos y con filosofía de slow food y del directo del productor al consumidor) es, seguro, la avanzadilla de una nueva forma de entender el negocio de la hostelería; abre brecha para una nueva generación de restaurantes sin complicaciones, sin fórmulas rebuscadas, pero que -estoy segura- el peso de la evidencia hará que lleguen para quedarse y satisfacer la demanda de una real y cada vez mayor generación de ciudadanos que hoy piensa igual, de distintas edades y tendencias pero con una misma convicción; calidad y buen comer, sí, pero con conciencia y salubridad; esperemos que sea así….
Ainhoa del Carre.
Editorial Tejuelo
Publicado por Ainhoa del Carre | 17 de marzo de 2014
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