Las sardinas no son manjar de buena compañía

Pensamientos gastronómicos
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Publicado por | 24 de enero de 2014
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Las sardinas no son manjar de buena compañía
«Las sardinas no son manjar de buena compañía». Eso afirma Julio Camba en La casa de Lúculo o el arte de comer, en el capítulo en el que aborda las bondades de estos peces de la familia de los clupeidos. Las sardinas «no son para tomar en casa con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino con la amiga golfa y escandalosa», pues, sentencia, «las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas ya no podrán respetarse mutuamente». Y el matrimonio, no me lo negarán ustedes, se basa en el respeto.

Julio Camba nació en Villanueva de Arosa en 1884. Mi pensamiento me lleva a ese municipio de Pontevedra donde mis abuelos alquilaban una casa de veraneo durante la década de los sesenta. Yo no tengo recuerdos de aquellas vacaciones, pero tomo prestados los mi madre que me cuenta que todos los hermanos salían temprano andando para la playa que estaba a una hora de camino y que por las tardes organizaban chocolatadas en pleno campo. A esos planes se unían otros chicos que veraneaban en Villagarcía de Arosa, entre ellos, los Riestra.

Se agolpan en mi cabeza todos estos recuerdos no vividos cuando releo La casa de Lúculo en la edición de 2010 de Reino de Cordelia, prologada por Eduardo Riestra, director de Ediciones del Viento. Eduardo escribe que su simpatía por Julio Camba viene de la amistad que el escritor mantenía con su bisabuelo, el marqués de Riestra, y de su conocida aversión al ajo, aversión que el prologuista comparte.

Coincido con Eduardo Riestra en que la aversión al ajo es algo cultural. Desde muy pequeña recuerdo que mis abuelos mantenían que uso del ajo en la cocina era muy vulgar y eso después lo he oído también en casa de mis padres. Es probable que esto sea porque el ajo no tiene sitio en la cocina francesa, que utiliza como ingrediente básico la mantequilla. No me imagino un ajo frito en mantequilla. Aunque quizá haya mantequilla al aroma de ajo… En fin, volvamos a lo que nos trajo aquí.

Julio Camba fue un gran escritor. Comenzó a escribir poemas en gallego con solo diez años y dedicó su vida al periodismo. Fue corresponsal aquí y allá y fue conocida y reconocida su faceta de gourmet. Comió mucho y comió bien. Nos dejó un solo libro de cocina publicado en 1929, La casa de Lúculo o el arte de comer. Nueva fisiología del gusto. Pero fue más que suficiente. Se trata de un libro brillante, que rezuma sentido del humor y que deja traslucir la vasta cultura y cosmopolitismo de Camba.

¿Le apetece a usted probar la sopa de tortuga? Puede viajar a Londres o Nueva York si quiere tomar las mejores. Si sus ocupaciones le impiden hacer ese viaje, «cómprese, cueste lo que cueste, una tortuga verdadera de ciento cincuenta a doscientos kilos y désela a su cocinera quien, después de haberla condimentado, podrá hacerse con ella diversos objetos de bisutería». Pero si a usted le gusta la carne, pongamos la de buey, es mejor que viaje a Inglaterra. El clima de Inglaterra favorece la cría de reses, sin duda. En España, sin embargo, en julio los pastos comienzan a amarillear. Por eso, en España, a diferencia de Inglaterra, «los bueyes no tienen carne, tienen vértebras» perfectas para hacer un caldo de cocido, por otro lado. En Inglaterra los bueyes pueden seguir pastando en verano y tan lustrosas se presentan las reses que una manada de Durham o Hereford, afirma Camba, se asemeja a una «reunión de los miembros de un cabildo». Tal era la idea que Camba tenía sobre la política local inglesa.

Pero, además de estas perlas, Camba nos dejó también reflexiones interesantes sobre la gastronomía. Aseguró que no había una cocina autóctona madrileña y sí, como todos sabemos, diversas cocinas regionales, por lo que propuso situar la capital gastronómica de España al Norte, «pues es del Norte de donde le viene al mundo el apetito»; afirmó que la cocina no tenía más porvenir que el de la síntesis de laboratorio —adivinó a Adrià— y elevó la cocina a la categoría de arte. Efectivamente, por lo general, el hombre no se mueve únicamente por la necesidad elemental de comer sino, además, por el deseo artístico de comer bien. Por eso, dice Camba, se descubrió América, porque el sofisticado y pudiente europeo del s. xv estaba dispuesto a embarcarse a tierras lejanas en busca de especias y condimentos para sus platos. Y «una Europa sin paladar no hubiese descubierto América».

Covadonga de Quintana
Editorial Tejuelo
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