Ice Q; comiendo cerca del cielo

Pensamientos gastronómicos
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Publicado por | 10 de abril de 2014
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Ice Q; comiendo cerca del cielo
¿Se imaginan comer tocando el cielo? Quizá en algún rascacielos se sienta un poco esa sensación, pero seguro no será comparable con la experiencia de comer en Ice Q.

Tuvimos la suerte de que la temperatura rondaba los 4 o 5 grados centígrados en un esplendoroso día en que el sol rebotaba por la masa montañosa alpina, lo cual lo hizo más «disfrutable» aún. Colisión de blanco deslumbrante con el azul más intenso que puedan imaginar. Y silencio; silencio amortiguado, con eco, solo roto de vez en cuando por el deslizar de algunos esquiadores.

Y es que Ice Q es un local privilegiado. A 3.040 metros de altitud está ubicado casi en el punto más elevado de la estación de esquí de Sölden, en los Alpes austríacos, solo superado por los 3.249 a donde llega  otro de los remontes de la estación donde un mirador a modo de pasillo casi colgado en el vacío vuela sobre la soberbia milenaria del glaciar Tiefenbach. El edificio que alberga el restaurante es un cubo elogio a la rectitud; líneas perfectas, limpias, sin más quiebros que los ángulos rectos en contraste con los astillados picos alpinos que se dejan ver a través de sus paredes acristaladas; no sabe uno si lo que ve en el cristal es el reflejo de lo que está a las espaldas o el horizonte montañoso y casi infinito del otro lado.

Para acceder, además, no hace falta ser esquiador; desde el pueblo mismo de Sölden, en el valle, se coge un teleférico que asciende hasta la plataforma de cota intermedia dónde se cambia a otra cabina más moderna y amplia que desembarca, justamente, a las puertas de este espectacular edificio cúbico de cristal. Eso sí, la ascensión por cable al precio de 27 eurazos del ala…

Pero compensa; la vista de los Alpes es espectacular. Mire uno por donde mire se ven solo picos y más picos nevados; por doquier; hasta donde alcanza la vista; y todos –al menos aparentemente-, todos ellos más bajos, o al menos a la altura de los ojos. Se siente uno el rey de la inmensidad, la nada en el todo; una gota en el mar; se siente uno, para quien crea y quizá hasta para quien no, un poco más cerca de Dios.

La cocina y oferta culinaria es bastante buena. Divididos sus dos pisos en una zona de buen restaurante a la carta y otra aún más selecta en el lodge, en la planta superior, la carta ofrece tanto un menú cerrado -equilibrado y bien diseñado- como una selección de platos de cocina contemporánea basados en una inspiración local. No les voy a decir que sea el mejor restaurante en el que haya comido, pero hace el esfuerzo por intentarlo y logra un más que aceptable nivel gastronómico. La crème brûlèe del postre o la coita de champán en el aperitivo –frío en el frío- hacen que esta inigualable ubicación merezca sin duda el precio del menú. Y el acierto  en la decoración, en madera clara al tiempo cálida y sencilla pensada para una abrumadora mayoría de comensales calzados a lo Mazinger Z (¿se escribía así?) con las botas de esquí a medio desabrochar, unido al trato profesional de la atención de la sala y la variada bodega, consiguen que el rato sea para recordar.

Una vez al menos compensa darse el lujo, por su singularidad. Quiero pensar que en días de ventisca la experiencia pueda ser incluso mucho más intensa: no se disfrutaría de las espectaculares vistas pero se comería cálidamente rodeado del viento y nieve azotando los cristales; azotando a medio metro pero sin rozarte…. ¡eso sí que debe ser una experiencia «ultrasensorial»!

Ainhoa del Carre.  
Editorial Tejuelo


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