Quien esto afirma, Mariano Pardo de Figueroa (Medina Sidonia, 1828 - 1918) —¿o debería decir el Doctor Thebussem, el barón de Tirment o M. Droap, sobrenombres que utilizó? — fue un personaje influyente de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, muy popular y querido, que gozaba de una vivísima imaginación, de un finísimo sentido del humor y de una brillante anticipación. Además de ocuparse por la renovación de la gastronomía española, Pardo de Figueroa cuenta con otros muchos méritos, a saber, despertar la afición por los estudios cervánticos, por los filatélicos y los postales. No es poca cosa, la verdad.
Sabía de la existencia del Doctor Thebussem por las críticas gastronómicas que Savarin publicó en los años 70 en el ABC, que fueron compiladas después en una edición modesta con un magnífico prólogo de Pedro Sainz Rodríguez (sí, el mismo que financió La casa de Lúculo, de Julio Camba). La casualidad quiso que hace unos años en una cena en casa de Myriam Roca de Togores conociera al escritor Íñigo Ybarra Mencos. En aquel momento estaba ocupado en la preparación de la biografía de Mariano Pardo de Figueroa que se publicó poco tiempo después con el título Doctor Thebussem. La realidad de la ficción por la editorial Renacimiento. ¡Qué feliz coincidencia! Desde entonces el personaje ha permanecido en mi memoria y se ha convertido en uno de mis preferidos.
Tras ganarse el favor del público como historiador y arqueólogo —fue correspondiente de la Real Academia de la Historia— y como experto en Cervantes, después de encargar la primera tirada de tarjetas postales en España y de ponerla en circulación, tras educar a sus lectores en la forma elegante de dirigir una carta y profundizar en los estudios filatélicos y postales, Thebussem se dedicó a la gastronomía. Siguiendo la corriente de la época y cercano al nacionalismo en el sentido romántico de la palabra, defendió la cocina española y procuró su regeneración deshaciéndose del afrancesamiento que había calado en la alta sociedad española desde la llegada de los Borbones.
Su obra más conocida quizá sea La mesa moderna, una reunión de artículos que publicó en La Ilustración Española y Americana junto con José Castro y Serrano —que firmaba con el sobrenombre de Un cocinero de S. M.—, cuando se enzarzaron en una polémica promovida por Alfonso XII sobre la idoneidad de la puesta en escena y del contenido gastronómico de los almuerzos y cenas servidos en palacio. Pero Thebussem dejó también artículos de gran calado en materia gastronómica: Yantares y conduchos de los reyes de España —en el que analizaba las comilonas que se habían dado los monarcas a lo largo de la historia— y Agonía y muerte de los Yantares—en el que abogaba por la supresión de dichas comidas pantagruélicas de las que se beneficiaban pocos pero que costeaban todos—. Aquello dio su fruto y desde palacio se lanzó una comunicación por la que se afirmaba que el rey no aceptaría más invitaciones de ese tipo.
Le preocupaba mucho la estética de la gastronomía —«El ejercicio de la cocina no está reñido con las bellas artes, y de ello nos dan prueba los escritos y láminas de Carème, de Gouffier y de otros maestros»—; que los menús, las listas de comida, no se redactasen en un francés lleno de erratas, sino en un pulcro español; que el papel utilizado para presentarlos no fuera el «destinado a envolver mercadería de baja estofa»; que la tipografía usada fuese elegante; que los menús estuviesen encabezados por el nombre del monarca y su número ordinal y que llevasen la firma del jefe de cocina —no chef— «para que pueda saberse a quién agradecer o cargar la responsabilidad gastronómica del banquete». Al cocinero de reyes podía exigírsele mucho. Debía escribir bien, ser un esteta, persona de gran confianza y excelente en su arte. Si Thebussem hubiese sido contemporáneo de Ferran Adrià habría encontrado la horma de su zapato.
Manifestó también la idea de suprimir el plateau, esa sucesión de adminículos que se desarrolla a lo largo de la mesa para colocar flores, velas o luces. Thebussem consideraba que no era agradable mezclar el aroma de las flores con el del consomé, «mezclar olor de rosas, claveles y violetas con salmones, perdices y chorizos me parece tan absurdo como ceñir pistolas a un Santo Cristo». Aquí no hubo polémica. Un cocinero de S. M. consideraba los plateaux una especie de «barricada que impide a los comensales uno de los mejores goces de la comida: la contemplación del rostro de las señoras… Aunque si el plateau se ha inventado para que el marido no vea a su mujer y viceversa, me parece una excelente invención». Cualquiera se pronuncia sobre esto…
Coincido con Thebussem en que la mesa única no es la mejor solución para grandes cenas o almuerzos. En esas ocasiones te pasas la cena contando los minutos que hablas con la persona que tienes a la derecha para no desairar a la que tienes a la izquierda. Es mejor que las mesas sean de menor capacidad, que en ellas se siente un número adecuado de comensales que no sea «más que las musas ni menos que las gracias», ocho está bien. Se fomenta más la conversación.
Aunque haya que lavar más ropa blanca, reflexionaría Thebussem. En su afán por mejorar los detalles en la mesa, Thebussem llegó a obsesionarsepor la limpieza y, en una ocasión en la que estuvo en Madrid dos meses, se dedicó al estudio de la limpieza de manteles y servilletas. Este es el resultado del análisis de cien manteles al pie de los lavaderos:
15 van casi limpios
33 ni limpios ni sucios
40 sucios a carta cabal
12 porquísimos…
Mariano Pardo de Figueroa fue todo un personaje: promocionó la Marca España, adivinó a Adrià, fue inspiración de gastrónomos posteriores, como Dionisio Pérez, el Post-Thebussem, influyó en Valera, luchó contra la corrupción del sistema y ganó, ganó muchos admiradores que siguen hoy fascinados con su personalidad y talento. Y todo eso desde Medina Sidonia…
Covadonga de Quintana
Editorial Tejuelo
Fotografía de autor: ©Balabasquer