Puesto que todos ustedes saben ya de mi afición por los toros, permítanme que empiece hoy estas líneas como corresponde, con un ¡VivaSan Fermín!
Y es que ya desde ayer viendo a las doce en punto el chupinazo no pude resistirme a contarles un retazo de mis vivencias sanfermineras de hace ya años. Porque estas fiestas mundialmente conocidas que acogen sin preguntar a todo el que llega constituyen la fiesta universal por excelencia. Y lo son no sólo por el legado de Hemingway, porque acoja este año más de 2.500 periodistas acreditados de todo el mundo o porque lleguen personas de cualquier lugar de la tierra. Lo son, esencialmente, porque Pamplona acoge sin distinción a todo el que llega para participar y disfrutar, sin hacer distingos, sin requerir más que la recomendable e impoluta indumentaria blanca (impoluta por sólo unos minutos) y ponerse al cuello la imprescindible y roja pañoleta; y con tan solo eso por casi diez días el casco antiguo de la ciudad retoma cada año una vida propia, un espíritu de hermandad que logra que absolutos desconocidos que quizá nunca se vuelvan a ver sean por unas horas, minutos acaso, amigos inseparables, almas gemelas, espíritus hermanos… Los efectos del vino, dirán ustedes; sí, y algo más; algo que flota en el aire a ritmo de las comparsas y el espíritu de camaradería que flota por todas las calles que se derraman desde la plaza del Castillo.
Pero esta es una página de gastronomía y a este punto me he de ceñir. Y no es difícil en esta tierra hortelana por excelencia que es Navarra, de buenas carnes y guisos de aves… Así debe sentirlo también Juan Mari Arzak quien veía hoy el primer encierro con toros de Torrestrella, como viene haciendo desde hace más de cuarenta años, ahora ya desde un piso de la calle Estafeta. No es este momento de ponerse a disertar sobre la riqueza de la huerta de Tudela o del saber hacer de sus paisanos en los fogones de sus sociedades gastronómicas, con su influencia a veces afrancesada. No, para eso, para saberlo todo, absolutamente todo sobre La cocina navarra lo mejor que pueden hacer es buscar el libro de este título de Víctor Manuel Sarobe Pueyo (Caja de Ahorros de Navarra, 1995); y si no encuentran facilmente esta obra imprescindible, casi enciclopédica, quizá puedan disfrutar sus aromas con lo que su hijo, Manuel Sarobe, contaba de su padre y de su obra magna hace unos meses en la entrevista para Sopa de Letras con quien firma estas líneas.
Porque Manuel recorrió palmo a palmo su querida tierra navarra a la que dedicó con devoción toda su vida saliendo al campo al alba cada mañana y acudiendo a todas las romerías, fiestas, peregrinaciones, verbenas y cualquier manifestación de índole religioso, pagano y popular que tuviera lugar a lo largo del año en lo que otrora fue el noble reino de Navarra. Hablaba con cada paisano que a su paso encontró; tomaba notas, fotos, hacía dibujos y sobretodo dejó constancia de la memoria popular, de las costumbres, hábitos y formas, canciones y cocina; fue un auténtico compendio del saber popular en general y en concreto en una de sus mejores manifestaciones, la gastronomía. Así salvó del olvido, por ejemplo, tiempos distintos a los que hoy corren en que en los fogones rurales se cocinaban recetas impensables en nuestros días, como el buitre en salsa o la urraca guisada. Manuel encontró en su día problemas con los ecologistas al editar esta obra en la que no hacía más que de notario de la memoria popular, de los hábitos culinarios de hace años que, aunque sorprendentes hoy fueron al cabo reales en los estómagos navarros tiempos atrás, por mucho que se molesten los señores ecologistas o le acusaran de hacer… ¿apología de hambre y la supervivencia? Recetas contadas en cada pueblo y sacadas unas de recetarios familiares heredados o acaso de palabra de quienes en su día hubieron de hacerlas en casa otras.
Pero Víctor Manuel no fue solo un estudioso y erudito de la cultura popular de su tierra sino que fue también un gourmet que disfrutó igualmente de selectas compañías y selectos platos. Por algo sería durante años miembro querido y respetado de las Academias de Gastronomía vasca y navarra, que se enriquecieron durante décadas con su saber y compañía.
Eso es Navarra; eso es Pamplona y eso San Fermín, donde Víctor Manuel disfrutó innumerables encierros cámara en ristre desde un balcón de Estafeta para el Diario de Navarra: la ciudad que acoge a todo el que llega, en la que para todos hay lugar, espacio para el disfrute de una u otra manera; la fiesta universal por excelencia…
Recuerdo una de mis primeras visitas a la plaza de toros de Pamplona a la que tuve la suerte de acudir dos días seguidos. Toreaba Ponce un día, el otro no lo recuerdo. El segundo tuve la suerte de que cayera imprevistamente en mis manos una entrada para un palco de sombra; mis anfitriones, quienes habían comido alegre y seguro opíparamente en Las Pocholas, venían con unos sandwichitos bien cuidados de la mejor confitería y con un par de botellas de mejor champán del que dimos buena cuenta pronto (todo ello se lo agradezco: entrada, sándwich y champán). El día anterior, en un tendido más bajo y a pleno sol llevadero solo a ratos regando el gaznate con la bota de un cosechero de la tierra, los espaguetis con tomate volaban a la mínima en cuanto se animaba la banda, por encima de nuestras cabezas…
Por esa diversidad unida, por esa convivencia y hermandad; por eso y por mucho más, permítanme de nuevo: ¡Viva Pamplona! ¡¡Viva San Fermín!!
Ainhoa del Carre.
Editorial Tejuelo.
Publicado por Ainhoa del Carre | 7 de julio de 2014
Valoración (1)
Valora esta noticia