De torreznos, toros y pinares

Pensamientos gastronómicos
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Publicado por | 27 de marzo de 2014
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De torreznos, toros y pinares
Iniciada no hacía tanto la temporada taurina -Valdemorillo, principios de febrero- no puedo resistirme a contarles el disfrute de hace un par de fines de semana por la tierra vallisoletana que compone el cuadrilátero cuyas esquinas marcan los pueblos de Boecillo, Quintanilla de Onésimo -pleno corazón de Ribera de Duero- Mojados -donde empiezan ya ciertas variaciones orográficas- y Matapozuelos, con su reciente estrella Michelín concedido a la simbiosis Miguel Angel de la Cruz y La Botica. O lo que viene a ser casi lo mismo: el espacio que conforman los ríos Duero, Eresma, Cega y Adaja; plena tierra de pinares…

La excusa ideal para estas pocas pero bien aprovechadas horas castellanas nos la dio la tienta a que nos convocó nuestro buen amigo Gabriel en la finca familiar de Boecillos, en la que de la mano del diestro de Orduña, Iván Fandiño y con la presencia de unos cuantos amantes de lo taurino se tentarían seis vacas del Raso del Portillo con dos jóvenes promesas americanas del toreo, Vicente Méndes, Pato, jovencillo mejicano ataviado en un traje en marrones a la manera de su tierra y otro joven colombiano igualmente con innato temple y escuela; no quiero omitir, por su no menor mérito, al joven cordobés español quien aguantó también con temple los comentarios del maestro de la escuela taurina de Guadalajara a la que pertenecían, pero a quien quizá más que la bronca de su mentor desconcierte su propia altura…

Menos mal que en esta pobre y maltrecha España que hoy vivimos (aunque probablemente frase parecida ya dijeran Ortega o Unamuno) tenemos aún a los franceses -¡quién lo diría!- y a América, el Nuevo Mundo, haciendo patria de lo que hoy a nosotros nos da pudor o pereza defender. Acto de valentía ha llegado a ser casi hoy en día…. A Dios gracias que, in extremis, y por refrendo popular se ha logrado hacer, al menos en Madrid, patrimonio cultural de la Fiesta, con mayúscula.

A iniciativa de un partido concreto, sin duda, partido que al menos por una vez no ha tenido tapujos en defender algo que no es en realidad partidista, sino que pertenece al acervo popular español, que va en las personas y en la tradición con absoluta independencia del color político que respire aquel que compra el abono del tendido bajo de sombra o el de andanada del 7; casticismo puro, y ya está; y belleza, que no todos son capaces de apreciar. Porque, ¿por qué son precisamente los «ecologistas» -por lo general abrumadoramente urbanos y comúnmente desconocedores del medio rural- los que se empeñan enhacer desaparecer una raza animal en contra de la bandera que enarbolan?

Obvio es que el toro de lidia ha nacido para disfrutar la mejor de las vidas que un animal pueda nunca soñar -si es que tienen tal capacidad- en realidad con una vida a mitad de camino entre el cautiverio y la vida salvaje mucho más cercana a esta: viven cuatro o cinco años de plenitud, el rey de la dehesa, con todo mimo, para acabar muriendo o matando, como la bestia que a la postre es: David contra Goliat; cierto es que generalmente es la habilidad de David la quien puede con él, pero no siempre y a la vista unos cuantos ejemplos en el conocimiento popular están…

Convengo por otro lado con «los verdes» en que hay montones de cosas muy urgentísimas ymuy necesarias aun por hacer en esta sociedad; se me ocurre, así a la primera y a bote pronto, la lucha contra la vida perra del pollo de corral, que vive una vida de penurias inyectado con todo tipo de químicos, con unas lentillas que, para evitar el entretenimiento de picotearse entre ellos hacinados como están, modifican y distorsionan su visión, y sometidos siempre al sádico método de equivocar su ritmo biológico con falsos encendidos y apagados de luz solo para que pongan más… ¡Ay el capitalismo! ¿¿Qué haríamos sin pollos todos igualitos en los lineales del Supercor??

En fin, no nos desviemos, que para dar fe de la antigüedad y arraigo en la tradición mediterránea del toro de lidia aún persisten por fortuna vestigios en el palacio de Knosos, en Creta (¿recuerdan ustedes cuánto antes de Cristo?) y para dar fe de cómo sigue de viva la fiesta, mal que a algunos les pese, ahí están dando guerra San Fermín o las grandes figuras que hoy lo son del mundo del toreo. Y los ganaderos; no nos vayamos a olvidar…. Lo que me lleva de vuelta a lo que les quería contar -perdónenme esta libertad en expresar mi postura respecto de una de mis pasiones, aunque no sea más que por mera españolidad, que, pese a todo, hoy sigo aún llevando a gala-. Pues les decía que los de Raso del Portillo pertenecen a una casta que aunque hoy caída en cierto olvido son de las de más antigüedad y raigambre de la tradición taurina española.

Criada desde siempre en este mismo lugar, la ganadería posee larga historia y parte del encanto del entorno consiste precisamente en la razón por la que al transitar ahora la nacional 601 una vez han pasado Olmedo invade a uno una especie de desasosiego o desazón que al menos yo sí siento al transitar por esos grandes espacios ¿no les pasa a ustedes? Cuando circulan, atentos al tráfico y los radares a pocos kilómetros de Valladolid capital, esa que antaño lo fuera del reino de España, ¿no les resulta desconcertantes o al menos poco acogedoras esas grandes llanuras, encuadradas entre pinares, pero tan, tan llanas? A mí sí, ya les digo; y no fue hasta la tienta del Raso del Portillo que supe el porqué.

Resulta que en tiempos de doña Isabel de Castilla, que precisamente creció por estas tierras, estos lugares eran grandes extensiones pantanosas de forma que ya por entonces las reses del Raso del Portillo se movían por allá y desde hacía un par de siglos con el agua a media pata (me viene rápido a la cabeza parecida imagen de reses en La Camarga ¡otra vez Francia!). No en vano es la ganadería de lidia más antigua que se tenga documentada y además pastando siempre en el mismo lugar, desde hace ocho siglos. Y no fue hasta tiempos posteriores –s. XIX- que, aunque no sé por orden de quien (de nuevo carezco de tiempo para estudiarlo con el detalle que me apetecería y poder contarlo con exactitud) pero parece que se mandó desecar y sacar provecho de esas tierras entonces baldías e inútiles, razón por la que son tan sumamente planas, hasta el escalofrío; y con su base de arena y grupos de juncos aún, pero tan frías.

Y desde entonces hasta ahora no se ha movido un ápice el encaste de la ganadería, siempre castellana, y siempre tan de allí; pero aquella dulce y soleada mañana de sábado, la primera que el invierno por fin nos regalaba en promesa de una ya cerca primavera, no acabó solo con unos buenos lances y nociones históricas. El convite fue redondo: de aperitivo, a la manera más tradicional y campestre posible el buen clarete de la zona mojó los mejores chorizos a la brasa que nuca antes en mis poco más de cuatro décadas de vida había «catao»; queso de buena calidad, morcilla sin igual y, sobre todo, unos torreznitos que me atrevo a decir que nadie que no estuviera allí –por cierto, sí disfrutaba de tan delicioso día y manjares el presidente de la peña taurina de Londres- nadie que no estuviera allí, digo, habrá tenido oportunidad de probar: tan churruscantes como exentos de grasa, aunque no del todo en realidad: solo cortados tan pequeñitos que se lograba la perfecta proporción entre tocino, carne, churruscado, disfrute y sal. Un pecado, seguramente, catalogado en algún lugar; como pipas se dejaban comer y como tales acababa uno perdiendo los modales entre tan distinguidos invitados….

Y eso fue solo preludio de una tan buena como absolutamente rústica comida entre las paredes de la antiguas casas de labor: el forjado con la teja árabe a la vista, chimeneas encendidas y buen vino de Ribera fueron los parámetros y escenario de una acogedora comida en unión de amantes del campo, de lo natural, de lo taurino. Y así, compartiendo una fresca ensalada y unas mejores patatas con costillas, a la vista de un curioso busto disecado de una becerrita nacida siamesa o de los preciosos grabados del milagro de San Pedro Regalado que siglos antes tuviera lugar allí mismo; con la compañía de quienes sabes compartes algo más que un simple rato, partimos felices y exultantes a media tarde hacia nuestro hospedaje, en Quintanilla de Onésimo, para descansar en lo que antaño fuera un antiguo molino sobre el Duero y hoy un hotel verdaderamente recomendable, desde el cual, al día siguiente, disfrutaríamos de otras tantas belleza y misterios paisajísticos con solera de las tierras de Doña Isabel la Católica que el gran Lope dejó con su caballero de Olmedo gravados para la posteridad y que en la próxima entrega les prometo desvelar... Hoy, no les quiero aburrir más.

Ainhoa del Carre.
Editorial Tejuelo
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