De la ribera del Duero a Tierra de Pinares

Pensamientos gastronómicos
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Publicado por | 3 de abril de 2014
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De la ribera del Duero a Tierra de Pinares
Elhotel Fuente de la Aceña es una magnífica opción para dejarse caer al arrullo y fluir del Duero. Se alza imponente sobre el rió mismo con un contrafuerte en punta de estrella resistiendo impávido la fuerza del agua. Su acertada rehabilitación –obra del Arquitecto Roberto Valle, responsable también del museo de vino en Peñafiel- respeta todos los elementos estructurales del antiguo molino que fue, con la firmeza de sus augustos forjados de pino y las viejas columnas de hierro a los que Valle ha adosado, sin confundirlos, las 21 habitaciones de diseño racionalista; limpio, sobrio y confortable.

La cena –que se sirve en la primera planta con sus paredes en ladrillo y piedra desnudos al tiempo cálida y acogedora- es digna de elogio: la carta, breve, equilibrio también entre lo contemporáneo y local, moderno pero asido a la tierra: de la tradicional sopa castellana a la lasaña con morcilla de Burgos y de las mollejas con vainas y piñones a los calamares con calabaza y pesto, mollejas a la forma de Pedro de Rodrigo, el chef, o su bonito en salsa de chocolate… Tradición adaptada con originalidad y acierto a los tiempos. La bodega, variada y nutrida y redondeado todo ello por la esmerada atención de Azucena y Conchi.

Despertarse a la orilla misma del Duero es una bonita experiencia. A Quintanilla de Onésimo y Olivares de Duero les separan solo las aguas del río, que se salvan por un robusto puente que bajo sus arcos ha visto pasar aguas hace siglos resistiendo los embates de sus crecidas y los de la Historia y el tiempo. Y al poner el pie sobre él te sumerges ya, sin remedio, en los tiempos en que la Mesta sacaba de estas tierras su mejor provecho, dejando vestigios del esplendor de aquellos siglos dispuestos a los ojos de quien aun hoy quieran verlos. Buen ejemplo es la iglesia parroquial de la localidad, en la parte más elevada del pueblo y dedicada a San Pelayo, gótica del XVI que conserva aun su prodigioso retablo o la talla del Cristo crucificado, de 1550, del maestro Juan de Juni. A la salida, mezclado con olores a campo, leve tintinear de un rebaño de ovejas que pasa sin prisa ladera abajo.

Reanudando camino casi marea tanta alineación de viñedos, aun desnudos, de invierno. Nos despedimos del «río borracho», como lo llama mi amigo Gabriel (porque pasa por todos los pueblos vinícolas de Valladolid y de la denominación de Toro, en Zamora, para desembocar en Portugal en la ciudad más alcohólica de todas, con sus bodegas de vino de Oporto ya casi en la mar) y dejándolo a nuestras espaldas nos dirigimos al sur llegando pronto a otro mar: el de los pinares vallisoletanos….
 
Tierra de Pinares es el nombre que recibe la extensa comarca poblada de dos tipos de pino –el piñonero y el negro, resinero- que alcanza zonas de las provincias de Valladolid, Segovia y en menor medida Ávila. Una de sus principales poblaciones es Cuéllar, antigua ciudad fortificada tan célebre por sus vestigios de arquitectura mudéjar como por sus famosos encierros.
Y no es para menos. Cuéllar presume de celebrar los encierros más antiguos de España. O al menos los más antiguos que se encuentren documentados. Hasta el momento ninguna otra localidad ha sido capaz de arrebatarle tal mérito, que lo atestigua un documento fechado en diciembre de 1.215 por el que resolviendo una disputa entre diócesis se ordenaba en aquel «que ningún clérigo juegue a los dados ni asista a juegos de toros, y sea suspendido si así lo hiciera». Años más tarde, en el siglo XIV la señora de la villa, la reina doña Leonor mujer de Juan I de Castilla, hubo de resolver otra contienda entre hidalgos y pecheros en otro documento en que afirmaba ya por entonces ser “costumbre inmemorial correr los toros en Cuéllar por San Juan.

Así, cada mes de agosto y hoy en honor de la Virgen del Rosario, se siguen celebrando los tradicionales encierros en los que los hombres del pueblo, año tras año, montan al alba sus recios caballos y bien asentados sobre las pesadas monturas españolas salen a las dehesas a recoger al ganado bravo dejando tras de sí una perdurable polvareda, pertrechados de la indispensable garrocha y entre el tañido de los cencerros de los cabestros, para conducirlo hasta las calles del pueblo donde les esperan, nerviosos, miles de mozos con la adrenalina a flor de piel…

Pero ni es agosto ni nos dirigimos a Cuéllar, sino más al Oeste. Con lo que dejando de lado las antiguas poblaciones de Iscar, Portillo o el propio Boecillo donde comenzó nuestra breve pero bien aprovechada excursión vallisoletana, llegamos a la villa de Mojados con su imponente puente de 6 arcos sobre el río Cega construido en tiempos de Felipe II. Sin duda la villa, como las otras dejadas atrás en nuestro camino, tienen más puntos de interés; pero estómago y reloj acucian y queremos llegar a nuestro objetivo culinario: la Botica de Matapozuelos.

Cruzamos el Eresma y el Adaja –más agua, en esta seca y árida tierra castellana ¡quién lo diría!- Son pocos los kilómetros que recorremos, ya inmersos entre la misteriosa negritud de los  pinares, hasta toparnos con la ecléctica iglesia del pueblo y su esbelta torre de la que luego supe es popularmente conocida como la Giralda de Castilla. Y dimos por fin con nuestro objetivo, el restaurante La Botica del recién galardonado con una estrella Michelín Miguel Angel de la Cruz, en plena plaza del pueblo; pero a la postre llegamos con tiempo y no pudimos resistirnos a entrar antes a tomar un vino en otro local de la plaza; porque el bar restaurante Lienzero invitaba a entrar; con sus paredes rojas de antigua casa de pueblo acomodada, frente al amarillo intenso del gracioso Ayuntamiento, sus balcones abiertos bien aireados luciendo unos cuidados visillos y los toldos de loneta a rayas nos atrajeron sin remedio. En el interior, que quizá fuera en realidad la antigua botica del pueblo, las maderas enceradas de su bar y el anárquico comedor posterior imprimían un carácter acogedor que se remataba al otro lado con un destartalado jardín, con sus sillas de mimbre, mesas desparejadas y una vieja báscula; un entorno hogareño en el que disfrutar un vino de la tierra al calor de un sol aun invernal. En algún lugar de su curiosa disposición, un horno de asar del que me han asegurado salen los mejores lechazos asados de la región…

Nos despegamos con pereza de esta placidez para adentrarnos por fin en el restaurante La Botica. Cuando uno reserva en un restaurante con estrella Michelín no espera encontrarse un mesón tradicional castellano. Y esta fue nuestra primera y desconcertante impresión. Junto a los platos de barro con cuartos de cordero asado la carta que propone Miguel Angel de la Cruz -segunda generación al frente del negocio- es, por el contrario, totalmente actual; no en vano la Michelín reconoce sobretodo además de la calidad la capacidad técnica. La carta  se compone de diversas sugerencias, variadas, que también toman forma en dos menús degustación que proponen «un paseo por el entorno». Centrado en los productos de los pinares que le rodean Miguel Angel despliega toda su capacidad creativa con lo que tiene más cerca: piñas y piñones, verduras, hortalizas; setas y hierbas silvestres de esa su Tierra de Pinares. Domina los encurtidos, los panes aromatizados con hierbas; juega con los trampantojos gustativos… sirvan a modo de ejemplo los falsos callos a la madrileña o las dos castañas cocidas y peladas que resultaron a la postre ser sendos bocados de foie.Y la piña verde rallada, su sello personal, que confiere al plato sobre el que se ralla una frescura muy particular.

Si quieren saber más de esta particular cocina, perdida entre las ilustres localidades de Medina del Campo y Olmedo, bien merece la pena ojear su libro El Cocinero Recolector y las Plantas Silvestres (Everest, 2013) en que de la mano de los herboristas Alfredo Krause y Ana María González Garzo nos desvelan en 304 páginas todas las cualidades culinarias y tradicionales de las plantas que luego el castellano nos ofrece en sus platos, algunas ya olvidadas pero atadas al acervo popular, como las pamplinas o los bledos. O si les resulta más fácil, les invito a descargarse el post de la charla que días después mantuve sobre la obra – creación literaria y  culinaria- con el joven cocinero y coautor en el programa Sopa de Letras del 17 de marzo pasado, creo que no les defraudará…
 
Ainhoa del Carre.
Editorial Tejuelo
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